Dolarización y Banca Simons
Recientemente el diputado de La Libertad Avanza (LLA) Javier Milei adelantó que, si es elegido presidente, entre sus primeras medidas económicas estarían la dolarización de la economía y “pasar de la banca fraccionaria a un sistema anticorridas con la banca Simons”. En una entrevista posterior, Milei agregó más precisiones a su propuesta:
“Propongo ir a una banca financiera llamada banca Simons, que tiene 100% de encaje. Esto quiere decir que funciona como una enorme caja fuerte. Si querés sacar tu dinero, lo podés hacer pagando una comisión, siempre la plata está… Si [a] vos te gusta ganar interés vas a tener que ir a la banca de inversión… Si vos invertís en un fondo que pierde o quiebre, perdés vos pero no pierde el resto de la sociedad, no se socializa la pérdida”, aclaró. “En ese contexto vos creaste un sistema anti-corrida, se llama Banca Simons… A partir que vos tenés esta situación la segunda reforma es eliminar la superintendencia de entidades financiera, es decir, la banca libre. Vos te lanzás a una competencia de monedas, podés elegir la moneda que vos quieras”.
Las declaraciones de Milei han contribuido a instalar en la opinión pública un debate necesario e imprescindible sobre la dolarización y sobre la mejor manera de erradicar de una vez por todas la inflación en la Argentina.
Coincidimos con el diputado Milei que es necesario cerrar el BCRA, dolarizar la economía y permitir la libre competencia de monedas, pero creemos que es inconveniente asociar la dolarización a la banca Simons y/o la banca libre. La razón es muy simple: la primera dificultaría (o haría imposible) su implementación, y, la segunda, dado el contexto institucional argentino, abriría las puertas a la degradación de su integridad financiera (e incluso a una desdolarización).1
Empecemos por la llamada “banca Simons”. Se denomina así porque quien más la promovió en los años treinta fue Henry C. Simons (1899-1946), profesor de economía de la Universidad de Chicago. El objetivo de la propuesta de Simons y algunos de sus colegas del Departamento de Economía de esa casa de estudios (de ahí que también se conozca como el Plan Chicago) era evitar que una crisis bancaria volviera a provocar una fuerte recesión como fue el caso entre 1930 y 1933.2
Una reforma “a la Simons” consiste en eliminar el sistema bancario de reservas fraccionarias y remplazarlo por uno en el que la captación de depósitos a la vista estaría legal y funcionalmente escindida del otorgamiento de préstamos a individuos y empresas, las inversiones de riesgo y la compra-venta de bonos y acciones en el mercado secundario.3 La primera –llamésmola banca transaccional– funcionaría con reservas de 100%, y, la segunda, –llamémosla banca de inversión– como fondos comunes de inversión (mutual funds) que cotizarían en la bolsa. De esta manera, quedaría un sistema bancario bifurcado. Los bancos transaccionales derivarían sus ingresos de comisiones por custodia, y los bancos de inversión obtendrían un margen de intermediación financiera y generarían ingresos por la actividad de compra-venta de títulos valores.
La ventaja de este sistema es que, en teoría, permite un control de lo que Simons consideraba la principal causa de las fluctuaciones del ciclo económico: las variaciones repentinas del volúmen del crédito bancario que no eran necesariamente provocadas por cambios en los fundamentals en la economía real, pero que por sí mismas podían alterar esos fundamentals. Básicamente, lo que Simons quería lograr era divorciar la cantidad de dinero y de medios de pagos del volumen de crédito de la economía para así moderar las fluctuaciones del ciclo económico.
Otra ventaja de un sistema como el que proponía Simons es que eliminaría el riesgo de corridas bancarias, ya que, como bien señala Milei, los bancos transaccionales deben mantener el 100% de los depósitos a la vista en reserva. Por ende, también eliminaría la necesidad de contar con el banco central como prestamista de última instancia, que bajo una dolarización dejaría de existir.
Es importante destacar, que ningún país en el mundo estructuró alguna vez su sistema bancario de acuerdo con los preceptos de la “banca Simons”.4 Sin embargo, ideas de Simons tuvieron gran influencia sobre la reforma bancaria aprobada por el Congreso norteamericano en junio de 1933 –llamada Ley Glass-Steagall– que escindió el sistema bancario en dos tipos de entidades: los bancos comerciales y los bancos de inversión. Los primeros estaban limitados a captar depósitos y a otorgar préstamos a individuos y empresas, mientras que los segundos a comprar, vender y suscribir acciones y bonos que cotizan en los mercados.5 En contra de las recomendaciones de Simons, el sistema de reservas fraccionarias sobrevivió y para evitar el riesgo de corridas se estableció la garantía estatal de los depósitos.6 La Ley Glass-Steagall fue derogada en 1999 por la Ley Gramm-Leach-Bliley.
Actualmente, la propuesta de “banca Simons” (o reservas de 100%) tiene adherentes en todo el arco ideológico. Desde Jesús Huerta de Soto y otros economistas enrolados en la escuela austríaca que siguen a Murray Rothbard, pasando por centristas como Martin Wolf, columnista del Financial Times, y Larry Kotlikoff, profesor de Harvard, hasta los izquierdistas del Partido Verde de Reino Unido y Patrizio Lainá, economista de la confederación de sindicatos de Finlandia.
La banca Simons esencialmente elimina a los bancos como transformadores de riesgo y plazos, una función clave para facilitar la actividad económica. Con reservas al 100% los bancos transaccionales sólo podrían ofrecer servicios de custodia. Por otro lado, los bancos de inversión que tenía en mente Simons no podrían reemplazar a los bancos comerciales, ya que su capacidad prestable estaría limitada por su capital. La escisión de la banca implícita en este esquema conlleva una desventaja informacional importante: bajo el sistema de reservas fraccionarias la actividad transaccional de los clientes genera información muy valiosa para evaluar su riesgo crediticio. Los bancos de inversión no tendrían acceso a esta información.
A pesar de que nunca se implementó, desde hace décadas destacados economistas proponen un sistema bancario con reservas al 100%. Desde la crisis financiera global de 2008 Larry Kotlikoff apoya una versión moderna de este sistema para Estados Unidos. En la Argentina, en 1989 Aquiles Almansi y Carlos Rodríguez propusieron una reforma monetaria inspirada en las ideas de Simons como parte de un programa integral de reformas para salir de la hiperinflación (que entre otras cosas proponía una caja de conversión). Mas recientemente, Gerardo Della Paolera propuso eliminar el BCRA y transformar los bancos argentinos en fondos mutuos de inversión bajo legislación de Londres o Nueva York, en los que cada ahorrista “toma su riesgo y no hay capacidad de salvataje”. De esta manera, se eliminaría el riesgo de que los ahorros en dólares puedan ser “pesificados” (es decir, parcialmente confiscados) por el gobierno.
A prima facie parecería que la “Banca Simons” permite resolver uno de los (supuestos) problemas que generaría la eliminación del banco central.
Una de las críticas mas usuales a la dolarización es que implica eliminar al prestamista estatal de última instancia, es decir, a la autoridad monetaria que, en las supuestamente inevitables crisis bancarias, puede asistir financieramente a bancos que enfrentan situaciones de iliquidez transitoria. Es decir, supuestamente una dolarización aumentaría el riesgo de crisis bancarias.
Esta crítica presupone que el sistema de reserva fraccionarias es inherentemente inestable y propenso a crisis. Este supuesto ya ha sido incorporado como dogma al corpus de la teoría macroeconómica gracias a Diamond y Dybig, pero como han explicado George Selgin, Lawrence White y otros, no tiene sustento empírico. En América Latina los países dolarizados no han exhibido mayor propensión a crisis bancarias que los no dolarizados sino todo lo contrario.
La realidad es que un sistema de reservas fraccionarias bien capitalizado y diversificado no tiene por qué ser inherentemente inestable. La intervención estatal es la que introduce inestabilidad.
Por otra parte, en países como la Argentina en los que el banco central es el deudor de primera instancia del sistema bancario, “perderlo” como prestamista de última instancia no es tan grave ya que prácticamente es incapaz de cumplir ese rol. En nuestro país, las corridas bancarias ocurren porque el sistema bancario le presta demasiado a un sector público insolvente, una situación muy distinta a la que enfrentaba Estados Unidos entre 1930 y 1933 cuando Simons diseñó su propuesta.
El principal problema en la Argentina ha sido que los activos del sistema financiero están contaminados por un exceso de crédito a un defaulteador serial: el Estado argentino. Esto es lo que habría que corregir, con o sin dolarización, para evitar corridas de depósitos que en el futuro lleven a la economía a una crisis. Obviamente también sería conveniente una adecuada supervisión del sistema bancario siguiendo las mejores prácticas para así erradicar el gaucho banking (eufemismo que describe un sistema incentivado por regulación estatal a originar activos de mala calidad crediticia, ya sea del sector público o privado).
Recordemos además que en situaciones de iliquidez, el BCRA sólo puede emitir una moneda –el peso– para la cual no hay demanda, especialmente en momentos de crisis. Como ha explicado muy bien Guillermo Calvo, en una economía fiscalmente débil y con acceso limitado a los mercados de capitales, como es el caso de la Argentina, el banco central no es creíble como prestamista de última instancia.
Como hemos argumentado con Nicolás Cachanosky en nuestro libro Dolarización: Una Solución para la Argentina, es posible estructurar un prestamista de última instancia privado sin necesidad de una reforma tan radical del sistema bancario. Así lo demuestra la experiencia de Panamá, Ecuador y El Salvador con la dolarización, la de Kosovo y Montenegro con la eurización y la de Bulgaria con una caja de conversión.
La combinación de una dolarización con una reforma bancaria “a la Simons” generaría otros problemas. Para empezar haría necesario convertir a dólares no sólo la base monetaria sino la totalidad de los medios de pagos. Por ejemplo, bajo un régimen de reservas fraccionarias, para dolarizar a un tipo de cambio equivalente al dólar blue (200 ARS/USD) se necesitarían aproxidamente 17.000 millones de dólares y en el BCRA aparentemente hay sólo 8.000 millones. Con una reforma bancaria “a la Simons” serían necesarios al menos 26.000 millones de dólares. Y si incluimos los depósitos en caja de ahorros habría que agregar otros 11.000 millones de dólares.
Por otro lado, imponer encajes del 100% y requerir que los bancos de inversión sólo presten un monto equivalente a su capital implicaría una fuerte contracción no sólo de la oferta monetaria sino también del crédito al sector privado. El capital total del sistema bancario está muy por debajo del volumen de préstamos al sector privado y no sería factible aumentarlo via suscripciones de capital en las circunstancias actuales. Incluso bajo una dolarización tomará tiempo para que los bancos pueden emitir acciones a precios atractivos (por encima de valor libros).
En la Argentina la banca Simons no resolvería el problema central del gaucho banking. Mientras el banco central o el Ministerio de Economía puedan decidir como se asigna el crédito, cualquier sistema es vulnerable. Ni los bancos transaccionales estarían inmunes a las presiones del poder político para constituir parte de los encajes de los depósitos a la vista en títulos públicos. Un gobierno deficitario sin acceso a los mercados internacionales de capitales probablemente pondría presión a la Comisión de Valores para que decrete que los bancos de inversión hagan lo mismo. La única manera de minimizar este riesgo es establecer la libre movilidad de capitales.
Una reforma a la Simons generaría otro problema no menor. Por cuestiones legales, no sería posible implementarla de inmediato, lo cual abriría la puerta a contra-reformas o una reforma incompleta, lo cual a su vez generaría incertidumbre y podría restarle credibilidad a la dolarización (incluso dejaría la puerta abierta a su reversión).
Es decir, más allá de las ventajas que, en teoría, ofrece la banca Simons, su implementación en la práctica sería bastante complicada, ya que no sólo tomaría demasiado tiempo, sino que además podría dar a lugar a litigios interminables con los accionistas de los bancos, tanto en jurisdicción argentina como del exterior para aquellos que cotizan en la bolsa de Nueva York. Por todas estas razones, más allá de sus supuestas ventajas, nos parece inconveniente asociarla a una dolarización o plantearla como una condición necesaria para implementarla.
En cuanto a la banca libre, es un sistema que funcionó muy bien en el siglo XIX en Australia, Escocia, Canadá e incluso en Chile. Bajo este sistema, los bancos pueden emitir su propia moneda sin ninguna regulación estatal. Históricamente operó con reservas fraccionarias, por lo cual no es necesariamente compatible con la banca Simons.7
El principal problema con la banca libre es que, tal como lo demuestra la experiencia histórica, es fácilmente reversible. La experiencia chilena a fines del siglo XIX es ilustrativa. Por otro lado, la experiencia argentina con los bancos garantidos (1887-1890) muestra el peligro de implantar un sistema competitivo de bancos de emisión cuando existe fuerte injerencia estatal en el sistema bancario. Con el Banco Nación y el Banco Provincia de Buenos Aires en funcionamiento (es difícil imaginar que se podrían privatizar o liquidar rápidamente), la banca libre pronto dejaría de existir o dejaría de funcionar de manera eficiente.
La aparición de criptomonedas estables (stablecoins) y el sistema DeFi permiten imaginar un sistema de emisión de moneda libre, competitivo y fuera del alcance de los políticos, ya que estaría ubicado en la “nube”. Sin embargo, como en la Argentina actual no hay margen ni tolerancia social para el error ni para el fracaso, no es conveniente introducir innovaciones riesgosas y nunca implementadas (basta ver el fracaso del experimento de Bukele con el bitcoin en El Salvador). La dolarización debe ser diseñada e implementada cuidadosamente. Para ello es necesario aprender de la experiencia de otros países, tanto a los que les ha ido bien (Ecuador, El Salvador y Panamá), como a los que les ha ido mal (por ejemplo, Zimbabue). A este tema le dedicamos varios capítulos de nuestro libro.
No sólo consideramos inconveniente asociar la banca Simons a una dolarización, sino que también objetamos la idea misma de la banca Simons, un sistema sobre cuyos beneficios los economistas han escrito mucho pero que nunca fue implementada. La realidad es que el mercado ya ofrece alternativas de custodia de bajo riesgo, como las cajas de seguridad o los fondos comunes de inversión de money market (para los que la cuota-parte ajusta su valor según la valoración de los activos del fondo) y medios de pago electrónicos como Mercadopago o Pago fácil. Sin embargo, los ahorristas privados siguen demandando libremente depósitos con reservas fraccionarias (a la vista, en caja de ahorro y a plazo fijo). Por otro lado, como ya señalé, los bancos obtienen información valiosa de la actividad transaccional de sus clientes.
En conclusión, las experiencias internacionales demuestran varias cosas importantes. Primero, que la banca Simons no ha sido implementada en ningún país. Segundo, que no es necesaria la banca Simons para dolarizar oficialmente una economía. Tercero, que una dolarización con un sistema bancario de reservas fraccionarias no aumenta la inestabilidad financiera. Y, cuarto, que es posible diseñar soluciones privadas al problema del prestamista de última instancia.
Plantear una reforma bancaria que no sólo no es necesaria sino que además tiene cero chances de ser implementada como condición necesaria para una dolarización implica abortar de antemano su viabilidad.
Habiendo dicho esto, consideramos que una reforma integral del sistema bancario es una condición necesaria para avanzar una dolarización. Esta reforma debe alcanzar los siguientes objetivos:
Blindar completamente los depósitos y los encajes bancarios del sector privado para que no puedan ser “manoteados” por el sistema político para financiar el déficit fiscal.
Expandir significativamente el crédito al sector privado, limitar el crédito al sector público y reducir el tamaño y la influencia de los bancos estatales (BNA, BPBA) en el mercado financiero.
Reducir el riesgo de corridas bancarias asegurándose que los bancos estén bien capitalizados y diversificados minimizando el “gaucho banking”.
Hay distintas maneras de alcanzar estos tres objetivos. En Dolarización: Una Solución para la Argentina presentamos una propuesta concreta que eliminaría el BCRA y preservaría el sistema de reservas fraccionarias.
Otro tema no menor es la “banca libre”, tal como existió en Escocía, Chile, Suecia, Suiza y Canadá, entre otros países, durante el siglo XIX, no es necesariamente compatible con la llamada “banca Simons”.
Henry C. Simons fue el principal autor de un memorándum firmado por 40 economistas y presentado en marzo de 1933 al recientemente elegido presidente Franklin D. Roosevelt. Irving Fisher de Yale también fue uno de sus proponentes más destacados de esta reforma. Es interesante notar que aunque la “banca Simons” se asocia a economistas de la Universidad de Chicago, la teoría monetaria de Milton Friedman no presupone un sistema bancario con reservas al 100% (sobre esta cuestión ver este artículo de Ed Nelson).
La reforma de Simons se puede enmarcar en un debate interminable que tuvo lugar en la Inglaterra de fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, primero entre “bullionistas” (Henry Thornton, John Wheatley y David Ricardo) y “anti-bullionistas”(Henry Boase, Nicholas Vanisttart, Charles Bosanquet, Robert Torrens y James Mill), bajo el régimen de inconvertibilidad (1797-1821), y luego entre la “Banking School” (Thomas Tooke y John Fullarton), la “Currency School” (Lord Overstone y Robert Torrens) y la “Free Banking School” (James Wilson, fundador de la revista The Economist, y Walter Bagehot) bajo un régimen de patrón oro convertible. En este segundo debate, la principal diferencia entre las dos primeras escuelas de pensamiento concernía el grado de respaldo del dinero externo e interno (bancario). La ley de Peel de 1844 fue un compromiso entre ambas posiciones, ya que impuso reservas de oro de 100% para la emisión de papel moneda (dinero externo), cuyo monopolio le otorgó al Banco de Inglaterra, pero permitió que los bancos comerciales captaran depósitos (dinero interno) con reservas fraccionarias. Simons de hecho se inspiró en el plan diseñado por David Ricardo en 1823 que inspiró la reforma de 1844. Sobre el debate entre la “Currency School” y la “Banking School” en el contexto actual ver Goodhart y Jensen (2015).
Algunas escuelas de pensamiento (fundamentalmente los seguidores de Murray Rothbard, entre ellos Jesús Huerta de Soto), alegan que el sistema de reservas fraccionarias no sólo es fraudulento y genera inestabilidad macroeconómica sino que además se usa para justificar otro de los males de la banca moderna: la existencia de un banco central estatal. Otros economistas liberales como Lawrence White y George Selgin discrepan con esta interpretación y demuestran que la banca libre con reservas fraccionarias y sin banco central funcionó en Escocia y Canadá en el siglo XIX sin problemas.
El debate persiste pero de ninguna manera corresponde asociar un sistema bancario de reservas fraccionarias a un banco central estatal. Aún menos defendible es afirmar que el liberalismo sólo admite un sistema bancario con reservas al 100%. De hecho, muchos economistas de izquierda también proponen este sistema (ver este artículo de Patrizio Laina sobre las distintas propuestas).
En los Países Bajos, entre 1609 y 1820 existió el Banco de Amsterdam, de propiedad estatal, que mantenía un respaldo de reserva del 100% para los depósitos. Sobre esta y otras experiencias con reservas de 100% ver Benes y Kumhof (2013), pp.14-15. Sobre el Banco de Amsterdam ver el trabajo de Quinn y Roberds (2012).
Un caso típico fue el de J.P. Morgan & Company, que a partir de 1935 se dividió en J.P. Morgan & Co. y Morgan Stanley Inc.
En su excelente libro Evolución Monetaria Argentina, Rafael Olarra Jimenez erróneamente sostiene que la reforma bancaria impulsada por Perón en 1946 fue una aplicación concreta del Plan Chicago. Nada más lejos de las ideas liberales de Simons que la estatización de los depósitos y el crédito.
Incluso los proponentes actuales de este sistema, como George Selgin, lo imaginan con reservas fraccionarias, tal como funcionó en la práctica.