Dolarización y Seudo Prestamista de Última Instancia
Una de las objeciones que escuchamos más comunmente en contra de una dolarización (y nuestra propuesta de cerrar el BCRA), y una de las más frecuentemente esgrimidas por algunos banqueros (y sus asesores), es que perderíamos al Prestamista de Última Instancia (PdUI), y que, por lo tanto, dejaríamos al sistema bancario muy vulnerable a una corrida de depósitos y/o una crisis sistémica.
En la situación económica actual de nuestro país el argumento no tiene validez teórica o sustento empírico. Parte del problema es que en la Argentina se ha tergiversado completamente el concepto del Prestamista de Última Instancia y la función que cumple en un sistema bancario de reservas fraccionarias. Consecuentemente, también se ha desnaturalizado la razón de ser del sistema bancario (que ha sido capturado por un Estado siempre ávido de financiamiento) y no se cumplen los requisitos esenciales para su buen funcionamiento.
Lo que defienden los socios del statu quo no es más que un seudo Prestamista de Última Instancia, ya que en realidad no es el BCRA quien rescata a los bancos cuando enfrentan iliquidez, sino los depositantes y todos aquellos que pagan el impuesto inflacionario. Obviamente, los principales beneficiarios de este estado de cosas son los bancos, especialmente aquellos mal gestionados.
Esta noción tan equivocada y arraigada sobre como debe funcionar el sistema bancario explica en parte por qué tenemos uno de los niveles de monetización más bajos del mundo y una de las tasas de inflación más altas del mundo. Mientras persista la confusión, persistirá esta situación.
Para aclarar la cuestión, empecemos por lo más básico: ¿qué es y cómo funciona el sistema bancario de reservas fraccionarias? De manera muy simplificada, bajo este sistema cuando los bancos aceptan depósitos de sus clientes sólo mantienen en reserva una fracción de esos fondos (el encaje mínimo) y el resto lo prestan a otros clientes cobrándoles una tasa de interés.
¿Hay alguna alternativa a este sistema bancario? En el plano teórico existe lo que se llama la “banca Simons”, el “plan Chicago” de reservas al 100% pero no ha sido implementado en ningún país del mundo, al menos en la era moderna.1
El origen de la banca con reservas fraccionarias se remonta al renacimiento (según algunos historiadores incluso a la Roma antigua) cuando surgieron en el Norte de Italia los primeros grandes bancos europeos.2 Sin embargo, el sistema de reservas fraccionarias tuvo su mayor desarrollo con los orfebres (goldsmiths) de Londres a partir de mediados del siglo XVII. Estos orfebres pasaron de trabajar el oro, a comerciarlo y custodiarlo y, con el paso del tiempo, a emitir certificados de depósito y medios de pago (billetes y cheques), y luego a extender crédito usando los fondos depositados por sus clientes. De esta manera establecieron el modelo operativo de la banca moderna. No es casual que la calle londinense en la que se establecieron estos primitivos intermediarios financieros –Lombard Street–haga referencia a sus raíces italianas.
Este sistema bancario ofrecía ventajas importantes. Para empezar, con reservas fraccionarias no sólo ganaban los bancos sino también los depositantes, que en vez de pagar una comisión de custodia percibían intereses. Por su parte, el banco percibía como remuneración a su actividad de intermediación la diferencia entre la tasa de interés que cobraba por sus préstamos (la tasa activa) y la que pagaba a sus depositantes (la tasa pasiva). Una ventaja adicional para el banco era que el cliente que tomaba el préstamo a su vez también depositaba esos fondos, al menos inicialmente, en el mismo banco. Esto a su vez generaba otra ventaja de tipo informacional. Para un banco, la historia de los depósitos y pagos de cualquiera de sus clientes (tanto deudores como depositantes) era información extremadamente útil para evaluar su riesgo crediticio.
Bajo el esquema de intermediación tradicional con reservas fraccionarias, los bancos tienen un descalce temporal en su balance –activos a largo plazo y pasivos de corto plazo– que pone de manifiesto la función esencial que cumplen en la economía: la de transformar los plazos de los activos y los pasivos de los agentes económicos (maturity transformation). Básicamente, los bancos son un mecanismo que permite transferir fondos de quienes tienen exceso de liquidez que demandan depósitos a corto plazo, a quienes necesitan financiación a largo plazo. Este mecanismo de intermediación financiera fue un factor clave en el desarrollo del capitalismo en los últimos trescientos años.
La vulnerabilidad obvia de este sistema es que si todos los depositantes decidieran retirar sus fondos al mismo tiempo pondrían a los bancos en graves aprietos, ya que por definición no pondrían satisfacer esta demanda. La convertibilidad interna de un sistema financiero es la capacidad de convertir depósitos a efectivo. Cuando esta convertibilidad es puesta en duda se puede generar una corrida de depósitos y los bancos pueden terminar cerrando, particularmente si otorgaron préstamos a insolventes.
Douglas Diamond y Peter Dybvig ganaron el premio Nobel de economía en 2022 por un influyente paper en el que argumentaron que bajo un esquema de reservas fraccionarias las corridas bancarias pueden ocurrir de manera azarosa (sunspot bank runs) y provocar la caída de bancos técnicamente solventes. Es decir, se puede dar una especie de profecía auto-cumplida. Esta idea se ha incorporado como dogma a la teoría macroeconómica convencional y ha servido para justificar los esquemas públicos de garantía de depósitos. Sin embargo, la evidencia empírica de Escocia, Canadá y otros países, indica que las corridas de depósitos reflejan información relevante sobre la solvencia de los bancos (information-based bank runs). Esta distinción es clave. Si las corridas pueden poner en jaque a bancos solventes el sistema de reservas fraccionarias será inestable. Si en cambio sólo los bancos insolventes o con serios problemas de liquidez son objeto de una corrida, la conclusión es radicalmente distinta. En este caso, para que este sistema sea estable y no provoque trastornos al resto de la economía (es decir, que no genere crisis sistémicas) es que los bancos: a) estén bien capitalizados y mantengan en reserva suficientes fondos para hacer frente a demandas de liquidez “normales” por partes de sus depositantes, b) diversifiquen adecuadamente sus carteras de préstamos (es decir, que no pongan “todos los huevos en la misma canasta”), y, c) evalúen correctamente el riesgo crediticio de sus clientes (es decir, que no le presten dinero a insolventes). Los depositantes a su vez deben poder evaluar regularmente la solvencia de los bancos. Esto exige transparencia y la publicación periódica de sus estados contables bajo criterios de contabilidad razonables.
Todos estos requisitos deben ser definidos por el marco institucional bajo el que se desarrolla la actividad de intermediación financiera, el cual, por un lado, debe penar severamente el fraude y, por el otro, no crear oportunidades de arbitraje regulatorio, ni obstaculizar la diversificación de las carteras de préstamos (por ejemplo, con regulaciones que establecen límites geográficos a la actividad bancaria como ocurrió en Estados Unidos durante décadas), ni generar riesgo moral (es decir, incentivos a los banqueros a prestar “mal” porque saben que si su cliente no paga pueden esperar un rescate con fondos públicos como ocurrió en los años previos a la crisis de 2008).
Por la inexorable aritmética de Luca Pacioli, dado un nivel de préstamos y depósitos, el capital de un banco tiende a ser directamente proporcional al nivel de las reservas (aunque sean conceptos fundamentalmente distintos). Si aumentan las reservas (encajes) también debe aumentar el capital del banco. Consecuentemente, la reducción de los encajes implica un aumento del apalancamiento (medido como la relación entre activos y patrimonio neto). Por ejemplo, si el encaje promedio es 10% de los depósitos, suponiendo que en el activo el banco sólo tienen préstamos que igualan a los depósitos, esto implica un nivel de apalancamiento (leverage) es de 11X. Si el encaje se reduce a 8% y se mantiene tanto el volumen de depósitos como préstamos, el apalancamiento aumenta a 13,5. Este nivel de apalancamiento hace que la industria bancaria sea más vulnerable al ciclo económico, ya que una caída de 8% en el valor de realización de sus préstamos (por ejemplo, por aumento de morosidad) deja al banco al borde de la insolvencia.3
Los historiadores coinciden en que el modelo ideal de Prestamista de Última Instancia fue el Banco de Inglaterra (BOE) en las últimas tres décadas del siglo XIX. Más que cualquier banco central anterior o posterior, el BOE adhirió a la versión clásica del PdUI en la definición original que planteó el economista Henry Thornton (1760-1815) y luego modificó Walter Bagehot (1826-1877), el influyente editor de la revista The Economist.43
Según Thornton y Bagehot, el objetivo principal de un Prestamista de Última Instancia es el de mantener estable el poder adquisitivo de la moneda, y no, como a veces se piensa, asegurar la supervivencia de las instituciones bancarias individuales. Para cumplir este objetivo fundamental, un Prestamista de Última Instancia debe: 1) permitir que quiebren las instituciones insolventes, 2) asistir financieramente a aquellas instituciones solventes que enfrentan problemas de liquidez, 3) cobrar tasas de interés superiores a las de mercado (penalty rate) por prestar esa asistencia, 4) exigir como garantía activos de buena calidad crediticia, y, finalmente y no menos importante, 5) anunciar este modus operandi con suficiente anticipación a cualquier crisis para que el mercado sepa como actuar.
Siguiendo estos preceptos, a partir de 1866 el BOE logró evitar que Gran Bretaña tuviera crisis bancarias sistémicas (la más peligrosas quizás fue la de 1890 provocada en parte por la Argentina y en cuya resolución el BOE cumplió el papel de Prestamista de Última Instancia).
Es importante destacar dos puntos: 1) durante el período 1866-1929 el BOE era una institución de capital privado (recién se estatizó en 1945), y, 2) hasta 1914 funcionó el patrón oro y había plena libertad de movimientos de capitales. Es decir que el BOE no podía controlar totalmente la base monetaria modificando la tasa de descuento (aunque podía moderar los flujos de capitales).4
Una vez abandonado el patrón oro después de la Gran Depresión, la supuesta vulnerabilidad del sistema bancario de reservas fraccionarias se convirtió en uno de los principales argumentos para justificar la creación de bancos centrales estatales (en varios países como Grecia y Sudáfrica el banco central es de capital privado). El objetivo era evitar que las crisis bancarias impactaran negativamente a toda la economía como había ocurrido en Estados Unidos. Esto supuestamente requería que hubiera un Prestamista de Última Instancia bajo control estatal que regulara los bancos, estabilizara la economía y previniera crisis sistémicas.
Antes de avanzar y analizar las particularidades del caso argentino, es necesario puntualizar varios problemas con el argumento clásico de que un sistema bancario de reservas fraccionarias libre y competitivo requiere de un banco central estatal que actúe como Prestamista de Última Instancia. En primer lugar, se basa en una premisa –que tal sistema es inherentemente inestable e inevitablemente genera crisis sistémicas recurrentes– que ha sido refutada por la experiencia histórica. Un ejemplo clásico es el de Escocia durante la primera mitad del siglo XIX. Más recientemente, el de Canadá durante la Gran Depresión, que con un sistema bancario libre y desregulado y sin un banco central no tuvo ni corridas de depósitos ni cierres de bancos, lo cual contrasta con lo que pasó en Estados Unidos donde, a pesar de que existía la Reserva Federal, cerraron casi 9.000 bancos.
Se argumenta a veces que si en 2008 la Reserva Federal no hubiera actuado como lo hizo (es decir, rescatando a Bear Stearns, Freddie Mac, Ginni Mae, AIG, Citigroup, etc.) la crisis financiera global hubiera sido más profunda. El argumento es difícil de defender. De hecho, como expliqué en detalle en mi libro La Era de la Burbuja, fue justamente la conducta errática y arbitraria de rescates selectivos de la Fed y la irregular regulación y supervisión del llamado shadow banking system las que provocaron un “paro cardíaco” al sistema financiero norteamericano. Bajo la supervisión, control y anuencia de la Fed, la SEC y la OCC y otras agencias regulatorias, en los años previos a la crisis se violaron abiertamente los requisitos para que un sistema bancario de reservas fraccionarias sea estable.
Pero incluso si aceptáramos la validez teórica de la premisa, hay varias soluciones posibles al problema del Prestamista de Última Instancia bajo una dolarización que no requieren fondos públicos o un banco central estatal. Así lo demuestra la experiencia de Panamá, Ecuador y El Salvador en los últimos veinte años. Por otro lado, la realidad para aquellos países fiscalmente débiles, con limitado acceso a los mercados de capitales (intolerantes a la deuda o “pecadores originales”) y con alto grado de dolarización financiera es que el único Prestamista de Última Instancia es el FMI. Por lo cual, tal como explicaron Calvo y Reinhart hace más de dos décadas, una dolarización oficial (y el cierre del banco central) no implica la pérdida del Prestamista de Última Instancia. No se puede perder lo que nunca se tuvo.
Cualquier sistema bancario de reservas fraccionarias que a nivel agregado no cumpla los requisitos mencionados más arriba inevitablemente genera inestabilidad macroeconómica, lo cual conspira directamente contra el crecimiento sostenido a largo plazo de la economía. Lamentablemente este ha sido el caso de la Argentina a lo largo de poco más de doscientos años de historia. De hecho, a fines del siglo XIX un periodista inglés acuñó el término gaucho banking para describir un modus operandi particular de los banqueros en nuestro país. Se trata de un sistema incentivado a originar activos de mala calidad crediticia (es decir, prestarle dinero a quien probablemente no lo devuelva) porque saben que en el peor escenario serán “rescatados” por el gobierno y recuperarán su capital. A esto se denomina riesgo moral. Básicamente, un sistema en el que los banqueros nunca pierden.
Con algunas excepciones notables, en los últimos 150 años la esencia del gaucho banking se ha mantenido intacta: concentración del crédito bancario en deudores insolventes y un Estado siempre dispuesto a rescatar a los bancos a costa de los depositantes.
El gaucho banking fue, en gran medida, responsable de poner al régimen de Caja de Conversión “contra las sogas”, incluso antes de la Crisis de 1930. La principal innovación en su evolución posterior tuvo lugar en 1946 cuando Perón “nacionalizó” (más bien, estatizó) los depósitos bancarios. A partir de entonces el principal deudor del los bancos pasó a ser un sector público insolvente, en violación abierta de los principios del sistema de reservas fraccionarias.
Es necesario sopesar adecuadamente esta última afirmación. Un sistema bancario que sirve para financiar a un sector público recurrentemente deficitario y propenso a la cesación de pagos es una aberración que profundiza todas las distorsiones que la inflación introduce en el sistema económico. Dicho de otra manera, en la Argentina se ha utilizado un mecanismo que en otros países ha facilitado el desarrollo económico para financiar el sub-desarrollo. Es decir, una perversión de la intermediación financiera.
Si queremos volver a tener una moneda sana y una economía próspera es esencial erradicar este sistema de gaucho banking semi-estatizado. Lo cual obviamente no significa “romper” a los bancos con una reforma al estilo Simons, sino más bien diseñar un marco institucional que genere incentivos para que los banqueros se dediquen a canalizar el ahorro de la sociedad a actividades productivas sin tomar riesgos excesivos y con un nivel de capital adecuado.
Respecto a la situación argentina actual podemos agregar algunas consideraciones adicionales.
Primero, con una economía dolarizada de facto, el BCRA actualmente no puede actuar como Prestamista de Última Instancia, ya que a) no tiene reservas internacionales, b) tiene un déficit financiero, c) su principal accionista es el Estado argentino, que es insolvente y por lo tanto no tiene acceso a los mercados de capitales (única fuente de financiamiento voluntario del déficit fiscal). Consecuentemente, lo único que puede hacer es emitir una moneda que el público no demanda (el peso), y que, por lo tanto, se deprecia diariamente. Este esquema tarde o temprano lleva a la economía a la hiperinflación y la bancarrota de los bancos.
“Contrariamente a lo que comúnmente se cree, en países con restricciones crediticias, la dolarización total no necesariamente implica una pérdida significativa de las capacidades de prestamista de última instancia”.
Guillermo Calvo y Carmen Reinhart (2004)
Segundo, como muestra el gráfico siguiente, elaborado con estadísticas oficiales, el BCRA tampoco puede actuar como Prestamista de Última Instancia porque es el principal deudor del sistema bancario. El crédito total al sector privado hoy sólo representa 30% de los activos del sistema bancario (el porcentaje es mayor para los principales bancos privados).
El BCRA financia a través de los bancos una parte importante del déficit fiscal. En estos últimos años, esta manera perversa de financiar un gasto público excesivo ha generado innumerables distorsiones en la economía, entre ellos una inflación alta, persistente y volátil y un déficit cuasi-fiscal creciente.
Como bien ha señalado Guillermo Calvo, las consecuencias de tener un seudo Prestamista de Última Instancia que sólo puede emitir moneda depreciada para rescatar a bancos en problemas pueden ser aún peores que las de no tenerlo. De hecho, una de ellas es la hiperinflación, a la que nos estamos acercando peligrosamente.
A pesar de todo lo antedicho, nos cansamos de escuchar a banqueros (y sus asesores) argumentar que el BCRA cumple una función valiosa como Prestamista de Última Instancia, ya que tiene la capacidad de emitir pesos y de esta manera rescatar a los bancos cuando estos enfrentan retiros de sus depositantes. Desde esta perspectiva, la inflación (e incluso la hiperinflación) es un mecanismo social y económicamente eficiente para evitar las crisis bancarias que genera el financiamiento de un Estado insolvente. En realidad, significa que quien “salva” a los bancos del gigantesco desfalco provocado por los déficits fiscales y defaults recurrentes son los ahorristas privados.
En su configuración actual el BCRA no es más que un seudo Prestamista de Última Instancia. Como sostenía Henry Thornton el principal objetivo de un verdadero Prestamista de Última Instancia es el de “preservar la cantidad, y por lo tanto el poder adquisitivo, de la masa monetaria”. Thornton comprendía que con una fuerte corrida de depósitos, la contracción resultante de la base monetaria podía provocar una deflación. Esto último era justamente lo que un Prestamista de Última Instancia debía evitar. Ni Thornton ni Bagehot podían imaginar una situación en la que la expansión monetaria fuera el mecanismo utilizado para que los bancos pudieran seguir reportando ganancias nominales financiando a un deudor insolvente a costa de pérdidas en términos reales para los ahorristas.
Bajo un sistema con un verdadero Prestamista de Última Instancia no hay asimetría entre los intereses de los bancos y los depositantes, ya que el poder adquisitivo del dinero permanece inalterado. Con un sistema de gaucho banking cautivo de déficits fiscales elevados y recurrentes y un seudo Prestamista de Última Instancia, inevitablemente se genera un conflicto de intereses entre los bancos y sus depositantes, que en la historia argentina se ha resuelto siempre a favor de los primeros.
El seudo Prestamista de Última Instancia además viola otro principio básico postulado por Thornton y Bagehot, ya que no discrimina entre bancos ilíquidos e insolventes. La emisión monetaria rescata a todos por igual y en las mismas condiciones. Es decir, contribuye a la supervivencia de instituciones insolventes (zombie banks). Quienes abogan por un seudo Prestamista de Última Instancia olvidan (o prefieran ignorar) que cumple su misión a costa de una confiscación en términos reales para los depositantes y una inflación creciente que puede desembocar en una crisis hiperinflacionaria.6 Un seudo Prestamista de Última Instancia básicamente confisca ahorros que deberían canalizarse a fines productivos para financiar un gasto público improductivo. Esto explica por qué los niveles de monetización de la economía argentina son tan bajos.
Pero las ganancias que reportan los bancos bajo este esquema perverso pueden a prima facie parecer atractivas. En realidad son como las ganancias de un inversor que especula con un carry trade bajo un crawling peg o un régimen de tipo de cambio fijo insostenible. Durante un tiempo reporta pingues ganancias pero cuando llega la inevitable devaluación, devuelve todas esas ganancias y parte de su capital (como fue en el caso de México en diciembre de 1994). Una analogía quizás más fácil de visualizar es la del juego de las sillas. Pero no en su versión típica en la que sólo falta una silla sino una en la que solo hay sillas para la mitad de los participantes. Cuando pare la música, y va a parar tarde o temprano, las pérdidas reales serán considerables.
En el último medio siglo, tuvimos sólo una crisis bancaria originada en préstamos al sector privado (la de 1978-1980). De hecho, la corrida de depósitos más reciente, una de las más profundas de la historia, tuvo lugar entre agosto y noviembre de 2019 y fue provocada por las expectativas de que el gobierno entrante impondría controles cambiarios y confiscaría los depósitos en dólares. La realidad es que en las últimas décadas, las corridas bancarias en la Argentina han sido mayormente provocadas por tres causas (a veces simultáneas):
Temor a que el gobierno se apropie indebidamente de los depósitos o los ahorros privados vía confiscaciones, congelamientos, canjes tipo plan Bonex, defaults, “reperfilamientos”, cepos cambiarios y otras genialidades imaginadas por algunos economistas trasnochados (por ejemplo, en 2019)
Preocupación sobre la solvencia de los bancos por su exposición creciente a un sector público insolvente (tal como ocurrió entre mayo y diciembre de 2001).
Expectativas de una devaluación (por causas externas o internas) que licúe sus ahorros en dólares o ponga a las empresas en dificultades financieras debido a un descalce cambiario (como en parte también ocurrió durante 2001, especialmente en los últimos dos meses de la Convertibilidad).
Todas estas causas están esencialmente vinculadas a un desequilibrio fiscal elevado y persistente. Es una ingenuidad pensar (y de mala fe argumentar) que bajo cualquiera de los tres escenarios descriptos el BCRA pueda cumplir el papel de un verdadero PdUI. Lo único que puede hacer es inflar la moneda y generar inflación, es decir, actuar como un seudo Prestamista de Última Instancia. El argumento entonces se reduce a que el banco central debe existir para rescatar al sistema bancario cómplice de las crisis que provocan las políticas monetarias y fiscales de su accionista. Es decir, un absurdo.
Tampoco es válido argumentar que sin una fuerte expansión monetaria, las crisis bancarias de los últimos años en la Argentina habrían sido más profundas. Estas crisis han sido fundamentalmente provocadas por la incapacidad del sistema político de atenerse a la restricción presupuestaria. No hay Prestamista de Última Instancia que pueda resolver este problema. Las políticas del BCRA simplemente han pospuesto el estallido de las crisis y elevado el costo de resolverlas. En un mercado como el argentino, que anticipa las consecuencias de este tipo de políticas, el resultado inevitable es una inflación alta, persistente y volátil que, bajo ciertas circunstancias, puede desembocar fácilmente en una hiperinflación.
Es incomprensible que alguien pueda defender el modelo de gaucho banking estatizado con un seudo Prestamista de Última Instancia. Implica ignorar principios financieros básicos y/o intentar proteger un interés sectorial desde una perspectiva egoísta y miope. Hay que erradicar de la economía argentina este modelo perverso de organización bancaria, lo cual obviamente requiere una profunda reforma fiscal amén de otras reformas estructurales.
Un punto adicional indirectamente asociado al seudo Prestamista de Última Instancia con gaucho banking: bajo un sistema de reservas fraccionarias cautivo del financiamiento de un déficit fiscal elevado y persistente, 1) no hay régimen cambiario que sobreviva, y 2) la estabilidad financiera es una quimera. La suerte de la convertibilidad externa queda íntimamente ligada a la de la convertibilidad interna. Las crisis externas son inevitables, por más cepo cambiario que exista. La situación actual es prueba de ello.
Sería un error concluir de todo lo antedicho que la dolarización sería contraria al desarrollo del sector bancario. Todo lo contrario. La experiencia de Ecuador desde 2000 es contundente al respecto. La diferencia es que tendríamos un sector bancario orientado a financiar inversiones productivas del sector privado en vez de recaudar impuesto inflacionario para pagar un gasto público improductivo.
También sería erróneo concluir que bajo una dolarización la probabilidad de corridas bancarias o de depósitos sería mayor que bajo el sistema que tenemos actualmente en la Argentina. El gráfico siguiente muestra la frecuencia relativa de las variaciones mensuales de más de 5% y de más de 15% en los depósitos bancarios en varios países de America Latina. Como se puede apreciar, las corridas bancarias no han sido un problema para las economías dolarizadas y estadísticamente tienen más probabilidad de ocurrencia en la Argentina.5
Para concluir, una dolarización bien diseñada, seguida de una reestructuración funcional y financiera del BCRA (incluyendo su cierre) y acompañada por otras reformas estructurales (reducción del gasto público, desregulación, apertura comercial, reducción de impuestos, reforma laboral, etc.) es el único camino para salir de este callejón sin salida en el que se encuentra la economía argentina. Insistir con lo que ya probamos y no funciona, denotaría una notable incapacidad de aprender de nuestros propios errores que contribuirá a acelerar nuestra decadencia.
Henry Simons desarrolló su propuesta teniendo en cuenta lo que había ocurrido en Estados Unidos entre 1929 y 1933, cuando cerraron casi 10.000 bancos comerciales, en gran medida debido a las erróneas políticas seguidas por la Reserva Federal.
Por ejemplo, el Monte dei Paschi di Siena fundado en 1472 todavía existe (gracias a una sucesión de rescates). ↩︎
El termino PDUI fue originalmente acuñado por en 1797 por Sir Francis Baring. ↩︎
La evidencia sugiere sin embargo que el BOE esterilizaba el impacto de los flujos de oro. ↩︎
Excepto para Panamá durante la crisis del Covid-19, que de hecho llevó a la creación de un fondo de liquidez con apoyo financiero del FMI que funciona como Prestamista de Última Instancia.