La Dolarización como cura de la Inconsistencia Temporal Crónica con Anomia Institucional
Las contribuciones de Kydland y Prescott (1977) y Calvo (1978) aplicadas al caso argentino
Como explicaron hace un par de décadas Alberto Alesina y Robert Barro, una dolarización oficial tiene sentido para países 1) con una historia de inflación alta, persistente y volátil, 2) que buscan profundizar su comercio bilateral con Estados Unidos, y 3) pequeños y abiertos al comercio internacional y los movimientos de capitales. Argentina se encuentra en el primer grupo. Consecuentemente, las cuestiones de índole comercial están subordinadas a la estabilidad de precios duradera. ¿Por qué una dolarización hoy ofrece las mejores chances de alcanzar este objetivo? La justificación teórica se basa las contribuciones pioneras de Finn Kydland, Ed Prescott y Guillermo Calvo. A continuación un resumen del argumento.
Como explicamos en un post de hace algunos meses, la efectividad de la política económica (y cualquier reforma anunciada por el gobierno) depende de su credibilidad. Y esta, a su vez, de la existencia de mecanismos institucionales y para-institucionales que permitan resolver lo que en teoría de los juegos se denomina el “problema del compromiso” (commitment problem). Este problema surge cuando hay dos jugadores que hoy estarían mejor si se comprometieran a cooperar en el futuro, pero saben que en el futuro probablemente les resulte más ventajoso violar cualquier promesa o acuerdo de cooperación. Por lo tanto, no quieren comprometerse. Si no existe un mecanismo de compromiso, les resultará imposible mejorar su situación actual.
Un ejemplo clásico de este problema en la teoría de los juegos es el llamado “dilema del prisionero”. Usualmente se lo plantea de la siguiente manera. La policía arresta a dos sospechosos, Juan y Pedro, y los acusa de haber cometido un crimen cuya pena es de 10 años de prisión. Sin embargo, como no hay pruebas suficientes para condenarlos es necesaria la confesión de alguno de los dos. Los acusados son encerrados en celdas separadas sin posibilidad de comunicarse. La policía los interroga individualmente y les ofrece el mismo trato: si confiesa el crimen será liberado, siempre y cuando su cómplice no confiese. Si ambos confiesan, ambos serán condenados, y si ambos niegan haber cometido el crimen, ambos saldrán libres. Pero si uno calla y el otro confiesa, el primero quedará preso y el “buchón” saldrá libre. Es decir, el destino de Juan depende de si Pedro lo delata y viceversa.
La manera de resolver este dilema es mediante un mecanismo que asegure a ambos que nunca será delatados por su cómplice. La mafia resolvió el “dilema del prisionero” con la Omertà, su famoso “código de silencio”. Todos los mafiosos saben que los delatores y/o sus familiares serán severamente castigados si comparten información con las autoridades.
Para “resolver” un problema de compromiso (commitment problem) se requiere un mecanismo o dispositivo que asegure que las promesas serán efectivamente cumplidas (commitment device). Este mecanismo es típicamente una innovación institucional diseñada para modificar la relación costo-beneficio de la estrategia dominante para que sea óptima tanto a nivel social como individual. El desarrollo de la sociedad y su cultura en parte demuestra que si esa innovación fue bien diseñada. Por ejemplo, el estado constitucional de derecho (o imperio de la ley) y la separación de poderes es el mecanismo que permitió el desarrollo de las democracias occidentales. En algunas sociedades también existen reglas culturales (no formales) que disciplinan al poder político y lo castigan si no cumple sus promesas.
Estas ideas son muy aplicables y relevantes para analizar la efectividad de la política económica. En este caso los jugadores que enfrentan el problema del compromiso son, por un lado los gobernantes –en una democracia tanto actuales como futuros– y, por el otro, los agentes económicos del sector privado. La contribución pionera a nuestra comprensión de este dilema fue el artículo de Kydland y Prescott “Rules Rather than Discretion: The Inconsistency of Optimal Plans” (1977) en el que analizaron el problema de consistencia temporal que enfrenta un formulador de política económica (policymaker). La idea central de este paper es que, lo que le conviene hoy al gobierno, no es necesariamente lo que le convendrá mañana, es decir, la política futura (monetaria y/o fiscal) no necesariamente coincidirá con la política anunciada.
Kydland y Prescott demuestran que si no existe algún mecanismo institucional o para-institucional que asegure la coincidencia entre ambas (o sea que elimine la inconsistencia temporal), los agentes económicos no alterarán su comportamiento frente al anuncio del gobierno. Es decir, la política anunciada no será creíble, y, por lo tanto, tampoco será efectiva.
Si pudiéramos confiar en la capacidad y buenas intenciones de quienes formulan e implementan la política económica, la discreción –es decir, la flexibilidad para adaptarse a circunstancias cambiantes– parece, a primera vista, una alternativa superior a una regla invariable o no contingente. Sin embargo, Kydland y Prescott demuestran que la inconsistencia temporal nos lleva a una conclusión paradojal: una regla siempre es superior a la discrecionalidad. Como explica Greg Mankiw, el “sorprendente resultado” de su análisis, es que “los formuladores de políticas a veces pueden alcanzar mejor sus objetivos si se les quita la discreción”. Dicho de otra manera, cuando hay inconsistencia temporal, la discrecionalidad genera resultados sub-óptimos en comparación con una regla no contingente.
¿Por qué? En general el gobierno anuncia la política que seguirá en el futuro para influir sobre las expectativas y las decisiones de los agentes económicos del sector privado. Pero una vez que estos agentes han tomado sus decisiones, le resultaría más conveniente al gobierno incumplir sus promesas y cambiar de política. Pero los agentes económicos no son naive, al menos de manera persistente. Como dice aquella máxima que se le atribuye a Abraham Lincoln, uno puede engañar ocasionalmente a todo el mundo y a algunos permanentemente, pero no a todo el mundo todo el tiempo. Conscientes de la inconsistencia temporal que inevitablemente enfrentan los gobernantes, los agentes económicos tienden a desconfiar de sus anuncios. Es decir, no modifican ni sus expectativas, ni su conducta frente a un anuncio y, por lo tanto, la política anunciada resulta inefectiva. ¿Cómo se resuelve este problema? Adoptando una regla de política fija, es decir, irreversible.
El otro trabajo seminal sobre esta cuestión –“On the Time Consistency of Optimal Policy in a Monetary Economy” (1978)– Guillermo Calvo se enfocó específicamente en la optimalidad de la política monetaria. “La inconsistencia temporal de la política óptima en un mundo racional tiene implicancias devastadoras”, explica Calvo, ya que si los agentes económicos tienen expectativas racionales, percibirán hoy que en el futuro será óptimo para el gobierno modificar las políticas que son óptimas en el presente. Es decir, la posibilidad de una re-optimización de la política inevitablemente genera inconsistencia temporal. Además esta conclusión es válida a) si las preferencias de los agentes privados coinciden con las del gobierno, y, b) si relajamos el supuesto de racionalidad.
Cualquier economía en la que los agentes económicos modifiquen su conducta frente a los anuncios de política económica que hace el gobierno, enfrenta potencialmente un problema de inconsistencia temporal. Como siempre enfatiza Calvo, la inconsistencia temporal no es un problema importante en las economías avanzadas pero es el problema central en muchas economías emergentes. Su solución pasa por limitar institucionalmente el rango de políticas que el gobierno puede seguir en el futuro. Es decir, establecer algún mecanismo de compromiso.
Otro ejemplo puede ayudar a ilustrar este problema. Supongamos que llega a la presidencia un político que anuncia que reducirá de manera permanente el gasto público y los impuestos durante su gestión para conseguir un aumento sostenido de la inversión privada que permita mayor crecimiento del PBI a largo plazo. La historia argentina demuestra que estas promesas raramente se cumplen. Con el paso del tiempo, ya sea por decisión propia u obligado por las circunstancias (una pandemia, una recesión, la devaluación del real o presión de los lobbies) el gobierno cambia de planes y aumenta el gasto público y/o los impuestos. Una larga historia de promesas incumplidas condiciona incluso a los políticos mejor intencionados (los estadistas). Por lo tanto, la gente no cree en los anuncios de austeridad fiscal y la inversión privada no aumenta (lo cual, por otra parte, también lleva al gobierno a renegar de su compromiso, es decir, para el sector privado es una profecía auto-cumplida). Cualquier anuncio sólo tiene efecto si los agentes económicos perciben que existe un mecanismo que en el futuro obligará al nuevo gobierno a cumplir sus promesas. Pero como señala Calvo, incluso en este caso puede haber un conflicto de intereses entre el gobierno actual y el que lo suceda en el futuro. Este conflicto potencial le resta credibilidad a cualquier anuncio que se haga hoy.
¿Por qué todo esto es relevante en la Argentina actual? Porque no existe un mecanismo que permita resolver el problema del compromiso. Esto se debe en gran parte a la anomia institucional, un concepto desarrollado por Carlos Nino y Peter Waldmann que describe una situación en la cual el principal violador de las leyes (no el único) es el Estado y sus funcionarios, que irónicamente son quienes tienen la responsabilidad de hacerlas cumplir. La anomia institucional se consolida cuando la separación de poderes es una ficción. Es decir, cuando el Poder Ejecutivo viola impunemente las leyes (sin sanción del Poder Judicial) o las modifica a su arbitrio gracias a la existencia de un Poder Legislativo obsecuente y sumiso. El Estado anómico es una de las tantas consecuencias perniciosas del populismo endémico.
El concepto de anomia institucional está relacionado a lo que Finn Kydland denominó la "enfermedad de la inconsistencia temporal" de la cual consideraba a la Argentina como caso emblemático. El pasado condiciona el presente, ya que los gobernantes (incluso los reformistas) no pueden generar suficiente credibilidad y por lo tanto sus política resultan inefectivas. Pero la anomia institucional hace que sea imposible diseñar un mecanismo de compromiso efectivo bajo jurisdicción local.
Argentina es el principal ejemplo de un país que sufre de lo que yo llamo la enfermedad de la inconsistencia temporal. Su política [económica] parece estar orientada al muy corto plazo, lo cual es malo para el crecimiento sostenible a largo plazo.
Esto se ve en la política monetaria pero también en la política fiscal.
Finn E. Kydland (2013)
Cuando la “enfermedad de la inconsistencia temporal” es crónica e impera la anomia institucional, como en el caso de la Argentina, las herramientas de política económica tradicional son poco creíbles y por lo tanto resultan inefectivas. Según Carlos Zarázaga, economista argentino radicado en Estados Unidos y discípulo de Kydland, en casos como este, un régimen de reglas no contingentes como la Convertibilidad (o la dolarización) no permite curar los síntomas de la “enfermedad de inconsistencia temporal”. De hecho, la experiencia de 2002 demostró que cuando existe anomia institucional un régimen de caja de conversión (bajo el que sobrevive el banco central) con un sistema bancario de reservas fraccionarias bi-monetario no sirve como mecanismo de compromiso efectivo.1
Una caja de conversión no restaura mágicamente la credibilidad de la política económica de un país, tal como afirman algunos de sus defensores. La razón es que las cajas de conversión pueden abandonarse. Cuando los inversores temen que el gobierno va a abandonar la convertibilidad, sacan su capital del país y generalmente provocan un pánico financiero, como sucedió recientemente en Argentina [efecto Tequila]. En tales circunstancias, la armadura contra las devaluaciones que supuestamente otorga una caja de conversión se convierte en una camisa de fuerza asfixiante para la sociedad y el gobiernos se verá tentado a deshacerse de ella.
Carlos Zarázaga (1995)
Quien llegue a la presidencia en diciembre de 2023 tendrá que resolver dos problemas: reducir la inflación y sacar a la economía del estancamiento en el que se encuentra desde 2011. Esto va a requerir una profunda reforma monetaria (el peso está muerto), reducir el gasto público y la presión impositiva, abrir y desregular la economía, etc. El dilema que enfrentan los gobernantes en la Argentina es que, para ser viable macroeconómicamente, un plan de estabilización requiere un ajuste fiscal, que para ser políticamente viable requiere que la economía crezca. Sólo la Convertiblilidad entre 1991 y 1994 fue viable en ambos sentidos: la economía creció 36% en términos reales y la tasa anual de inflación cayó de 1.344% a 3,9%.
La Convertibilidad fue exitosa porque le quitó discrecionalidad al poder político de una manera que resultó creíble, al menos inicialmente. Es decir, durante una década fue un mecanismo de compromiso efectivo. En marzo de 1991, luego de siete años de democracia, los argentinos creían que efectivamente existía la separación de poderes que establecía la Constitución. Una ley del Congreso garantizaba la regla monetaria y la libre convertibilidad del peso y el Poder Ejecutivo no podía violar la ley.
En aquel entonces no éramos plenamente conscientes del impacto de las listas sábana sobre la falta de independencia del Poder Legislativo, ni tampoco de los “jueces de la servilleta” y la obsecuencia del Poder Judicial. Esta visión idealizada de nuestro flamante sistema democrático se fue diluyendo durante los noventa (especialmente luego de la reforma constitucional de 1994) y desapareció por completo en enero de 2002 cuando el Poder Ejecutivo violó impunemente las leyes y vulneró abiertamente el derecho de propiedad que establece la misma Constitución. Fue entonces que la anomia institucional se instaló en la Argentina como característica permanente.
Excepto durante algunos períodos de calma, el mercado siempre abrigó dudas sobre la viabilidad de la Convertibilidad. Basta mirar la evolución de las primas de riesgo de devaluación (diferencia entre la tasa de interés por depósitos a plazo fijo en pesos y por depósitos en dólares) y de riesgo bancario (diferencia entre la tasa de interés en dólares para un plazo fijo en la Argentina y uno en Estados Unidos). Lo notable es que en algunos períodos (por ejemplo, octubre de 1999) el mercado no percibía riesgo bancario pero si riesgo de devaluación.
Las autoridades económicas eran conscientes de esta situación y luego de las crisis en el Sudeste asiático en 1997 comenzaron a evaluar seriamente la posibilidad de dolarizar la economía. El proyecto finalmente no se pudo implementar por razones políticas. Al asumir la presidencia Fernando de la Rúa, una mirada objetiva de la situación indicaba que era cada vez más conveniente. En febrero de 2000, François Velde y Marcelo Veracierto, dos economistas de la Reserva Federal de Chicago publicaron un interesante artículo sobre esta cuestión en el que tocan los puntos centrales que resaltamos en este post:
A pesar de que Argentina ha estado bajo una caja de conversión desde 1991, los temores de una devaluación persisten, como lo han demostrado los efectos del Tequila y Vodka-Caipirinha. Aparentemente, lo que temen los inversores es que el gobierno argentino no esté dispuesto a perder todas sus reservas para mantener la convertibilidad del peso, y que devalúe si la corrida contra el peso es lo suficientemente grande. A primera vista, estos temores parecen injustificados ya que, después de todo, la caja de conversión ha sido establecida por ley, y se necesitaría otra ley aprobada por ambas cámaras del Congreso para derogarla. Sin embargo, el ejecutivo argentino tiene poderes de emergencia que le permitirían suspender la convertibilidad inmediatamente por decreto, sujeto a una posterior ratificación por parte del Congreso. Llevando el argumento al extremo, uno siempre puede imaginar que un banco central deshonesto puede desobedecer la ley, o que puede darse un golpe de estado (Argentina tuvo golpes de Estado en 1930, 1943, 1946, 1951, 1966 y 1976). Ciertamente, una caja de conversión es un dispositivo de compromiso más fuerte que una promesa del gobierno que nunca devaluará el peso, pero no es perfecto. La dolarización proporcionaría un dispositivo de compromiso mucho más fuerte, especialmente si se hiciera a través de un acuerdo bilateral.
Con anomia institucional, un régimen de convertibilidad, o cualquier otro regimen monetario en el que sobrevivan tanto el peso como el banco central, será difícil, sino imposible, resolver el problema de compromiso que enfrentará quien se haga cargo de la presidencia de la Nación el 10 de diciembre de 2023.
Dicho de otra manera, con anomia institucional no hay, ni podrá haber, un mecanismo o dispositivo de compromiso efectivo. Sin este mecanismo, cualquier anuncio de política económica (respecto al tipo de cambio, gasto público, reformas, etc.) carecerá de la credibilidad necesaria para conseguir sus objetivos. Ergo, seguiremos entrampados en la trampa populista.
La credibilidad imperfecta es un problema central en los países en desarrollo, en parte porque sufren de debilidades financieras y legales internas que los hacen vulnerables a los choques políticos y externos. La década de 1990, por ejemplo, ofrece una buena cantidad de casos en los que los shocks externos provocan un daño financiero importante que tiene gran impacto en variables reales como la producción y el empleo. En este entorno inestable, la credibilidad es un bien escaso, ya que incluso el formulador de políticas más hábil corre el riesgo de ser arrastrado por una fuerte marea.
Guillermo Calvo (2007)
Esto se puede ver en el siguiente gráfico –que ya usamos en otro post– que muestra la credibilidad de una política económica o una reforma como una función decreciente de la probabilidad de que se revierta: si la probabilidad de reversión es nula, se alcanza el máximo de credibilidad, y cuando esa probabilidad es igual a uno, la credibilidad es nula. La anomia institucional hace que sea imposible contar con mecanismos de compromiso bajo jurisdicción argentina. Consecuentemente, la credibilidad de los formuladores de política (policymakers) es nula.
Una dolarización bien diseñada puede resolver este problema. Enfatizo “bien diseñada”. La mera adopción del dólar como moneda de curso legal no resuelve nada si el sistema bancario queda cautivo del financiamiento del déficit y no se establecen ciertos mecanismos extra jurisdiccionales que impidan al sistema político a incumplir sus promesas (o violar la ley). Otras medidas como la firma de tratados de libre comercio contribuirían a reforzar la dolarización como mecanismo de compromiso.
Alguien podrá argumentar que la dolarización no es una solución sin costo, ya que le quitaría discrecionalidad a nuestra dirigencia política. Por como nuestra propia historia lo indica, y Kydland y Prescott demostraron en su artículo, con inconsistencia temporal crónica, la discrecionalidad siempre resulta sub-óptima. La dolarización es la única cura a este problema ya que no existe otro mecanismo de compromiso efectivo disponible bajo la jurisdicción argentina.2
No hay duda de que un nuevo gobierno que anuncie medidas sensatas tendrá mayor credibilidad que el actual. Tampoco hay duda de que esa mayor credibilidad le permitirá alcanzar cierta estabilidad y quizás impulsar una reactivación utilizando las herramientas tradicionales de la política económica. Pero en el mejor de los casos será un éxito efímero. Gracias al calendario electoral, en un plazo relativamente corto, las presiones políticas abrirán la puerta a una reversión abrupta de cualquier reforma implementada en el período inicial. Estos ciclos stop-go de reformas son extremadamente perniciosos y aceleran la decadencia. Lo único que nos permitirá escapar de esta trampa es una dolarización bien diseñada que le permita al gobierno completar con éxito las reformas necesarias para que la economía argentina vuelva a crecer.
La ley de “Intangibilidad de los depósitos” aprobada con amplia mayoría en el Senado en un trámite de cinco minutos fue violada impunemente por el Poder Ejecutivo cinco meses más tarde.
Con un modelo simple Velde y Veracierto (2000) ofrecen una demostración formal de esta conclusión.