Dolarización e Hiperinflación
En una nota publicada en La Nación el 15 de marzo de 2023, el economista Marcos Buscaglia advirtió que el riesgo de hiperinflación en la Argentina depende de las chances que tenga Javier Milei de ganar las próximas elecciones. Según Buscaglia,
La principal propuesta de Milei es dolarizar la economía. Si hacen la cuenta de los activos en dólares que tendrá el BCRA a fin de año y todos los activos en pesos que hay que dolarizar, se darán cuenta de que solo se podrá implementar con una hiperinflación y/o con un Plan Bonex previo. Ante esta perspectiva, la demanda de pesos y de activos en pesos se desplomaría si a Milei le va a bien en las PASO. Nadie se querrá quedar con activos que van a ser licuados o reestructurados. El mercado querrá usar la opción de venta de los bonos que otorgó el BCRA y, por lo tanto, seguirá monetizando los bonos del gobierno, como viene haciendo desde junio de 2022 por varios billones de pesos. Y, así, el trabajo conjunto del FMI y del Gobierno podría lograr un récord nunca visto en la historia: entrar en hiperinflación estando dentro de un programa con el Fondo.
En línea con esta idea, pocos días después, el economista Gabriel Caamaño aseguró en Twitter que la hiperinflación de diciembre de 1989 fue provocada por la filtración de una reunión que mantuvo el entonces Ministro de Economía Antonio Erman González con el economista Eduardo Curia, quien supuestamente proponía una dolarización sin que hubiera reservas en el BCRA lo cual llevó al público de desprenderse masivamente del peso. Caamaño advirtió que “los que no aprenden de su historia están condenados a repetirla”.
Ambas hipótesis son fácilmente refutables. Lamentablemente, con este tipo de comentarios se pretende confundir a la opinión pública respecto a lo que implicaría una dolarización. Además, se relativiza cuál es la principal causa de la elevada inflación actual y el principal obstáculo a cualquier plan de estabilización: la deuda financiera del BCRA. En un artículo publicado en La Nación a fines de 2022, advertí que sin su eliminación cualquier plan de estabilización que trate de implementar el próximo gobierno corre alto riesgo de fracasar.
La hipótesis que plantea Buscaglia se basa implícitamente en una serie de premisas falsas. La primera es que si Milei gana las elecciones dolarizará a un tipo de cambio que requerirá de una mega devaluación del peso (a un tipo de cambio muy por encima del dólar blue). La segunda es que si Milei no existiera, no habría riesgo de hiperinflación. La tercera es que es posible salir de la encerrona en que el gobierno de Alberto Fernández metió a la economía argentina sin una devaluación significativa del peso en un contexto de liberación del cepo.
En cuanto a Caamaño, tanto sus advertencias respecto a la necesidad de aprender historia como la analogía que propone con la hiperinflación de 1989 son válidas, pero la interpretación que propone de los hechos es errónea.
Empecemos por lo obvio. Está fuera de discusión que cuando la tasa de inflación es elevada (arriba de 5% mensual), una mega devaluación del peso luego de un período de fuerte retraso cambiario con inflación reprimida puede ser el detonante de un proceso hiperinflacionario. Así ocurrió en junio de 1975, febrero y diciembre de 1989 y enero de 1991. Por otro lado, es difícil argumentar que en aquellos momentos, no devaluar era una opción. La olla estaba a punto de estallar. La paridad cambiaria era insostenible. La devaluación del peso fue la manifestación visible de la claudicación de un esquema de política económica inviable.
Lo mismo sucede hoy. La política económica actual es inviable. Si no devalúa este gobierno, deberá hacerlo el que viene. La historia demuestra que no hay una salida “mágica” e indolora a este problema.
Teniendo en cuenta lo antedicho, no tiene sentido argumentar que una dolarización o las expectativas de que la implemente Milei pueden provocar una hiperinflación. La provocará quien le toque destapar la olla.
La cuestión es qué viene después. Como lo demuestran los casos de Argentina (1991), Ecuador (2000) y Zimbabwe (2009), una de las maneras más efectivas de frenar una hiperinflación es con una caja de conversión y/o una dolarización.
Por otra parte, también es cierto que la hiperinflación profundizara la dolarización de facto pre-existente y, por lo tanto, también facilitará una dolarización de jure.
En cuanto a la primera premisa implícita en la hipótesis de Buscaglia, nadie en su sano juicio puede creer que hoy sería viable dolarizar a 2.000 pesos por dólar (base monetaria/reservas), menos aún a 8.000 pesos por dólar (M3/reservas netas), o a los valores que resultaren de estos cocientes el 10 de diciembre de 2023. Por lo tanto, si realmente hubiera expectativas de semejante escenario serían irracionales, especialmente porque no es el escenario que plantea Javier Milei, ni tampoco el de la propuesta que elaboramos con Nicolás Cachanosky. Fomentar tales expectativas es irresponsable e intelectualmente deshonesto (especialmente si el que lo hace es un economista influyente).
Conceptualmente, el tipo de cambio de conversión de una dolarización no es el cociente entre base monetaria y reservas netas (menos aún tomar M3 como numerador), sino aquel que iguala los activos y pasivos totales del BCRA con una metodología mark-to-market.
Pero una dolarización presupone la existencia de un mercado de cambios libre. Cuando existe un cepo cambiario y hay inflación reprimida no se puede dolarizar al tipo de cambio que surge de fórmulas calculadas con datos históricos. Por otro lado, si el tipo de cambio de conversión de una dolarización fuera $2.000, ese también sería hoy el tipo de cambio blue. Y tambien probablemente sería el tipo de cambio si se liberara totalmente el mercado cambiario sin dolarizar. Con lo cual, el argumento de Buscaglia se reduce a que liberalizar el tipo de cambio provocaría una hiperinflación. Volvemos a lo mismo: o devalúa este gobierno o devalúa el que viene. Y reitero que lo que sí puede hacer una dolarización de manera muy rápida y efectiva es eliminar la hiperinflación que provocaría una devaluación.
De cualquier manera, una vez levantado el cepo cambiario, el tipo de cambio de equilibrio no sería más alto porque un gobierno haya decidido dolarizar. Por el contrario, podríamos esperar un tipo de cambio mas bajo en tal escenario (estabilidad y liberalización) porque aumentaría la oferta de dólares a mediano plazo.
Al 31 de marzo de 2023, el tipo de cambio break even para el BCRA era de 603 pesos por dólar. Pero si la dolarización es acompañada por la liberación cambiaria y un plan integral de reformas sería lógico esperar una reducción de la prima de riesgo país (y una revalorización de los activos financieros del BCRA). Bajo tal escenario, y suponiendo que la TIR promedio de los bonos argentinos cayera a 15% (que equivale a la TIR del bono del Tesoro norteamericano a 5 años más 1,048 puntos básicos de prima de riesgo país, que es el promedio entre enero de 2008 y enero de 2023), el tipo de cambio que iguala activos y pasivos del BCRA sería de 376 pesos por dólar. Ambos valores están muy por debajo de las cifras extravagantes que sugieren Buscaglia y otros economistas.
Como he explicado en otro artículo, hay varias maneras de resolver el problema que genera la innegable escasez de reservas que ha generado la política económica del actual gobierno.
No hay que olvidar que el BCRA es el Estado Nacional y el Estado Nacional puede capitalizarlo como mejor le convenga. Además, la dolarización no requiere que el Estado (o el banco central) “compre” todo el M3 sino la base monetaria.1 Quienes argumentan lo contrario deberían estudiar como se dolarizó en Ecuador, El Salvador y Zimbabwe.
En cuanto a la segunda premisa de Buscaglia, en la Argentina actual una hiperinflación tiene altas probabilidades de ocurrir por las mismas razones que en 1989. Es buena idea entonces repasar qué sucedió en aquel fatídico año en que los argentinos padecieron dos hiperinflaciones.
En una serie de artículos publicados en Ámbito Financiero entre abril y agosto de 1989 (que todos los aspirantes al Ministerio de Economía deberían leer) Aquiles Almansi y Carlos Rodríguez explicaron la génesis de la primera hiperinflación de la historia argentina (según la definición de Philip Cagan). En opinión de ambos economistas, la hiperinflación se disparó por la decisión del gobierno de abandonar la paridad cambiaria el 6 de febrero (y la consiguiente devaluación del peso). Pero la causa fundamental era un profundo desequilibrio financiero del sector público, y, muy especialmente, la dinámica propia “de las operaciones de crédito del Banco Central con las entidades financieras”. Este último factor explicaba el fracaso del Plan Austral (junio 1985) y del Plan Primavera (agosto 1988). Y como anticiparon Almansi y Rodriguez, estos factores también explicarían el fracaso del plan económico anunciado por Menem en julio de 1989. El problema que describieron entonces es el mismo que enfrentamos hoy:
“El Banco central se endeuda con el sistema financiero y debe pagar tasas de interés que van mucho más allá de la tasa de crecimiento de los recursos fiscales. Llegado a cierto momento, la deuda del Banco Central ha crecido a tal nivel que se genera la expectativa que la misma no será pagada y se desencadena la corrida contra los bancos comerciales. El Banco Central se ve forzado a emitir [australes] para salvar a los bancos comerciales y la emisión alimenta la suba de la divisa y los precios… El desequilibrio fundamental del sector financiero se debe a que el Banco Central es el principal tomador de fondos del sistema. Al no haber activos reales como contrapartida de los depósitos, una corrida genera una emisión potencial igual a todos los intereses devengados sobre la deuda del Banco Central. En definitiva, se está en un sistema en que se paga interés sobre el dinero con emisión monetaria. La tasa de interés que se paga es igual al costo de obtener ese dinero para los bancos. Con ello, la tasa de interés y la oferta monetaria quedan indeterminadas, lo cual es altamente explosivo en un período de expectativas hiperinflacionarias”.
En un sistema bancario de reservas fraccionarias “normal”, el dinero externo está respaldado por las reservas internacionales y el dinero interno por activos reales (es decir, crédito a empresas e individuos del sector privado que son solventes). En contraste, en el sistema que existía en la Argentina a fines de los ochenta (muy similar al actual), el dinero externo e interno tenían el mismo respaldo: una promesa de pago de un insolvente, el Estado Nacional a través de su banco central. Es decir, no había reservas, ni tampoco activos reales que respaldaran la oferta total de dinero. Una posible analogía sería un “juego de las sillas” pero con una variación algo perversa: no falta una silla sino la mitad de las sillas. Cuando pare la música, o sea cuando el público perciba que la deuda es impagable, habrá una corridad de depósitos y al BCRA no le quedará otra opción que emitir más pesos.
Según Almansi y Rodríguez, en una situación como la descripta, cualquier plan de estabilización convencional estaba condenado al fracaso: “La razón pura y simple es que cada plan de estabilización induce una monetización inicial que el sistema financiero no está en condiciones de intermediar en la forma de crédito al sector privado y que el Banco Central termina absorbiendo”. La plena comprensión de este párrafo es fundamental para que a partir del 10 de diciembre quienes tengan a cargo el diseño y la ejecución de la política económica no cometan los mismos errores.
¿Cómo funciona esta dinámica perversa? El anuncio de un nuevo plan genera cierta estabilidad inicial, que induce una monetización, que el BCRA se ve obligado a esterilizar, lo cual, luego de algunos meses, termina llevando a la economía a la posición en que se encontraba antes del anuncio del plan. Como explicaban Almansi y Rodríguez, el déficit cuasi-fiscal no sólo es provocado por la esterilización de los adelantos del BCRA a la Tesorería para financiar el déficit, sino también por la “necesidad de absorber fondos líquidos que el sistema financiero no está en condiciones de prestar al sector privado”. La tasa de interés que paga el BCRA por esta deuda termina siendo superior a la tasa de devaluación, generando una deuda imposible de pagar sin una mega emisión monetaria adicional.
¿Por qué los bancos no están en condiciones de extender crédito al sector privado? Porque con una moneda depreciada y poco creíble (el austral de entonces o el peso actual) una monetización sostenible requiere tasas de interés reales positivas que serían impagables para cualquier empresa dedicada a un negocio lícito. La economía queda entrampada en un círculo vicioso que inevitablemente desemboca en la hiperinflación.
Por esta razón, Almansi y Rodríguez argumentaban que era necesario restructurar la deuda del BCRA en simultáneo con una reforma monetaria “dura”. En agosto de 1989 esbozaron los rasgos fundamentales de su propuesta. Su análisis partía de tres premisas fundamentales que son aplicables en la actualidad:
P1. No es posible alcanzar la estabilidad monetaria mientras la oferta monetaria sea endógena al déficit fiscal y/o la monetización (vía pasivos remunerados).
P2. Una reforma fiscal creíble, es decir, una reducción permanente del gasto público a niveles sostenibles, es condición necesaria para lograr la estabilidad.
P3. Una moneda estable es condición necesaria para P2, pero no es posible contar con una moneda estable si no se elimina simultáneamente el déficit cuasi-fiscal (y se avanza al mismo tiempo en la reducción del déficit fiscal).
Almansi y Rodríguez consideraban absolutamente necesario frenar la hiperinflación y proponían tres estrategias alternativas para lograrlo. La primera consistía en que el Gobierno Nacional rescatara los pasivos remunerados del BCRA emitiendo bonos denominados en dólares (que en aquel entonces se denominaban BONEX) “a un tipo de cambio factible”. Los depósitos también se convertirían a dólares al mismo tipo de cambio. Esta es básicamente la idea en la que se inspiró el Plan Bonex. En segundo lugar, proponían un esquema de convertibilidad basado en una caja de conversión (similar al que se anunciaría casi dos años más tarde). Consideraban necesario implementar ambas reformas de manera simultánea para neutralizar el efecto inflacionario de la devaluación implícita en el canje.
La segunda alternativa consistía en a) rescatar los pasivos remunerados con efectivo, es decir, más emisión monetaria, y, por lo tanto, más inflación, b) reducir los encajes bancarios, y c) disponer la libre flotación del austral. Con esta alternativa, la expansión monetaria futura quedaría limitada a financiar el déficit fiscal y la compra de reservas. Consecuentemente, si se avanzaba al mismo tiempo con un ajuste fiscal creíble, se “restablecería un importante grado de control sobre la oferta monetaria”. Como medida adicional proponían una regla de expansión de la base monetaria “a la Friedman” que fuera consistente con la trayectoria del ajuste fiscal.
La tercera alternativa era comenzar con la segunda alternativa, y dependiendo de la reacción del mercado (y de los precios), luego implementar la primera. Bajo esta tercera alternativa se ofrecería un canje voluntario de los depósitos bancarios y de la deuda interna en australes por nuevos Bonex a un tipo de cambio que igualara sus respectivos valores de mercado.
Menem asumió la presidencia en julio de 1989, con los precios aumentando a una tasa mensual de 196%. Anunció de inmediato el Plan BB, que sería implementado por los máximos ejecutivos del grupo empresario Bunge y Born (Miguel Roig y luego Néstor Rapanelli). Gracias al cambio de rumbo anunciado, el plan inicialmente logró frenar la hiperinflación. La tasa de inflación mensual cayó rápidamente y tocó su punto mínimo en octubre (5,6%). Pero a partir de entonces, el nivel general de precios retomó una tendencia ascendente. Según la Memoria del BCRA, “los efectos benéficos de la estabilización comenzaron a agotarse”. En noviembre, la tasa de inflación alcanzó 6,5% y la brecha cambiaria superó 50%. Resultaba claro que el Plan BB no estaba funcionando. Tal como habían anticipado Almansi y Rodríguez, el plan se encaminaba inexorablemente al fracaso, ya que si bien existían “diferencias de grado y de credibilidad”, no difería esencialmente de los “frustrados planes Austral y Primavera”. Es decir, no tenía una solución al problema del déficit cuasi-fiscal.
A fines de noviembre, ya eran públicas las desavenencias dentro del gabinete económico y el BCRA respecto a cómo resolver este problema. Roque Fernández, que era vicepresidente del BCRA, proponía una restructuración similar a la que habían propuesto Almansi y Rodríguez en junio. Según recuerda Fernández (2021), “en el año 89 estábamos mirando todos los números, mirando todo este tema, Guillermo Calvo estaba como asesor técnico mío en el Banco Central, cuando yo era vicepresidente, y trabajaba también con Felipe Murolo, que era un técnico que conocía muchísimo toda la parte normativa bancaria. Y ahí nos dimos cuenta que el sistema era prácticamente inviable… Con un [déficit] cuasi fiscal del 5%, no había ancla nominal que pudiera servir para esto… si no se atacaba este problema no podíamos avanzar en la estabilización porque el [déficit] cuasi-fiscal iba derrotar cualquiera otra ancla nominal que le pusiéramos. Entonces ahí diseñamos el Plan Bonex”.
Por su parte, Javier González Fraga, quien ocupaba la presidencia del Banco Central, se oponía a cualquier “reprogramación” de los depósitos y proponía un mayor ajuste fiscal. La propuesta de Fernández se filtró a la prensa provocando su renuncia el 24 de noviembre. González Fraga renunció tres días después.
Para entonces, el nivel general de precios aumentaba a un ritmo que implicaba una tasa de inflación mensual de dos dígitos. Frente a esta situación, el 10 de diciembre Rapanelli anunció un nuevo plan de estabilización que, entre otras medidas, incluyó una devaluación de 53%, un desdoblamiento cambiario, un ajuste de tarifas y una “reprogramación” de la deuda pública interna. Los anuncios no sólo resultaron inefectivos, sino que además, al igual que en febrero de 1989, la devaluación contribuyó a alimentar las expectativas inflacionarias. Según Damill y Frenkel (1990), “difícilmente podía concebirse un cocktail más explosivo. La segunda hiperinflación fue lanzada por este shock”. Las tasas de variación de los precios en la segunda semana de diciembre confirman que fue así.
Fuente: Damill y Frenkel (1990).
En su libro La Maldita Herencia, Martín Kanenguiser relata que en el equipo económico nadie se podía explicar cómo se había vuelto a caer en una hiperinflación. Según uno de sus miembros, “había tres condiciones para que hubiera una hiperinflación: un gobierno débil, una gran base monetaria y pagos muy grandes en moneda extranjera; ninguna de estas premisas se daba y, sin embargo, sufrimos la híper”. En realidad, como lo habían explicado Almansi y Rodríguez meses antes, el factor desestabilizante era la dinámica de la deuda financiera del BCRA.
A los ocho días de anunciar su plan de shock, Rapanelli renunció en medio de una crisis política. “Habíamos perdido credibilidad de parte de la gente. Las tasas de interés se habían ido a las nubes, había de nuevo fuga hacia el dólar… En función de eso presenté la renuncia”, recordaría años más tarde el ministro saliente. Menem hizo un enroque de ministros y puso un hombre de confianza, el riojano Antonio Erman González, al frente del Ministerio de Economía. El mismo 18 de diciembre Erman González anunció una batería de medidas, entre ellas una liberalización total del mercado cambiario, y nombró a a un economista ortodoxo, Rodolfo Rossi, al frente del BCRA. Según Kanenguiser, estas medidas “no convencieron a nadie, y el último día del año [1989], el nuevo ministro de Economía se comunicó desesperado con [Domingo] Cavallo desde La Rioja para buscar alguna solución de emergencia”. Cavallo le recomendó “que pusiera en práctica un proyecto elaborado por Roque Fernández junto al economista Guillermo Calvo, que proponía cambiarles a los ahorristas sus dólares por un bono de largo plazo para eludir el estrangulamiento financiero que afectaba al sector público”.
En los últimos días de diciembre, Eduardo Curia, un economista del PJ, también le presentó a Erman González una propuesta de convertibilidad (que días más tarde fue publicada por El Cronista Comercial). La idea de Curia no era novedosa. Meses antes la habían propuesto Almansi y Rodríguez en su artículo en Ámbito Financiero. Por otro lado, Horacio Liendo, un hombre cercano a Cavallo, había elaborado su propio proyecto de convertibilidad basado en la Caja de Conversión de Pellegrini.
Lo lógico y recomendable dadas las circunstancias era avanzar con un esquema de convertibilidad y un plan de recapitalización del BCRA al mismo tiempo. “Entiendo el análisis que ustedes están haciendo, pero no lo comparto,” le explicó Erman González a Roque Fernández, “yo prefiero ir por un método que restablezca la credibilidad en el sistema, que todo el mundo se tranquilice, las tasas de interés caigan, los depósitos aumenten, y gradualmente dejemos atrás el proceso de alta inflación”. Voluntarismo básico.
En los últimos días de 1988 circulaban todo tipo de rumores sobre las medidas que, inevitablemente, debía tomar Erman González para evitar una corrida, entre ellas, las que habían propuesto Curia y Fernández. Como señalaron Damill y Frenkel (1990), “estos rumores deterioraron aún más las expectativas”. Sin embargo, de ahí a sostener que fueron el disparador de la segunda hiperinflación de 1989 hay una distancia insalvable. La evidencia indica que el disparador de la aceleración inflacionaria fue la devaluación de Rapanelli del 10 de diciembre.
¿Cuál fue el impacto de los rumores de una posible convertibilidad sin reservas sobre el mercado cambiario? Aunque la propuesta de Curia implicaba un tipo de cambio de conversión de entre 4.000 y 6.000 australes por dólar, al 31 de diciembre de 1989 el tipo de cambio libre cerró por debajo de 2.000 australes por dólar. Además, el mismo Erman González dejó en claro públicamente que se oponía a un esquema de convertibilidad (que además consideraba atentaba contra la soberanía) que, según los medios, fue “imprevistamente abandonado antes de ser anunciado”.
A regañadientes Erman González aceptó avanzar con el Plan Bonex, que no tenía mucho sentido sin un esquema de convertibilidad. Además, lo implementó de una manera que socavó la confianza de los ahorristas en el sistema financiero. Un DNU fechado el 3 de enero de 1990, dispuso que el canje de los depósitos bancarios se hiciera a la paridad teórica del BONEX al 28 de diciembre (cercana a 50%) y un tipo de cambio implícito de 1.800 australes por dólar. Apenas se implementó este canje, la paridad de los BONEX cayó a 19% a pesar de que pagaba trimestralmente una tasa de interés equivalente al 8,375% anual.
Como era previsible, la estrategia elegida por el gobierno no resolvió de manera definitiva el problema de la inflación. En 1990 el índice de precios al consumidor aumentó 1.343%. Como ha explicado Cavallo:
“El Plan Bonex lejos de ser una confiscación de depósitos, como se dice, fue una forma de ir anticipando la dolarización de los depósitos para protegerlos de la desvalorización inflacionaria. El único error fue no acompañar el Plan Bonex por el Plan de Convertibilidad. Erman González, quien era el Ministro de Economía, no entendió lo que era el Plan de Convertibilidad y se opuso a aplicarlo, con lo que la estabilización de la economía se demoró hasta marzo de 1991”.
El principal problema con el Plan Bonex fue que el tamaño del mercado de capitales doméstico era muy limitado y el país no tenía acceso a los mercados internacionales de capitales porque estaba en default. Consecuentemente, un aumento en la oferta de US$3.000 millones V/N de BONEX (que implicaba duplicar el total de bonos emitido hasta entonces) inevitablemente provocaría una caída de su paridad, al menos en el corto plazo. Quienes entraron en pánico o necesitaban hacerse de liquidez vendieron los BONEX recibidos en el mercado secundario y sufrieron una pérdida de capital considerable. Por otro lado, quienes los retuvieron obtuvieron una significativa ganancia en dólares, ya que la paridad de los títulos a fines de 1990 ya superaba 50%.
Sea como fuere, sin el Plan Bonex hubiera sido imposible lanzar el Plan de Convertibilidad a un tipo de cambio de 10.000 australes (o 1 peso) por dólar. La otra realidad, es que a fines de marzo de 1991, las reservas internacionales en el BCRA estaban lejos de respaldar 100% de la base monetaria (tal como lo establecía la Ley 23.928).2 Sin embargo, logró generar una fuerte credibilidad. La tasa de inflación mensual cayó de 11% en marzo de 1991 a 0,6% en diciembre. Y los depósitos bancarios aumentaron.
Hay varias diferencias entre la situación actual y la de fines de 1989. La primera y más importante es que no estamos en una hiperinflación (todavía). En segundo lugar, en términos comparativos la inflación de los últimos años ha sido significativamente más baja que en aquel entonces (lo cual contribuye a “anclar” algo las expectativas inflacionarias). Tercero, los encajes bancarios son muy inferiores a los de 1989. Sin embargo, a los efectos prácticos, esta diferencia no es tan relevante, ya que el impacto financiero sobre el balance del BCRA es similar (en vez de encajes remunerados y depósitos indisponibles hay Leliq). El ratio entre pasivos remunerados y depósitos totales es prácticamente el mismo que a fines de 1988. La cuarta diferencia, muy importante, es que a pesar del default de 2020 existe un mercado de capitales internacional al que podría eventualmente tener acceso un gobierno con fuerte mandato electoral si anuncia un plan creíble. Esto último es clave, ya que le da a la política económica una poderosa herramienta que no existía en 1989. Hoy es posible diseñar un plan de restructuración de la deuda del BCRA sin las limitaciones que impone el mercado de capitales doméstico. Justamente esto es lo que hicimos con Nicolás Cachanosky.
Sin embargo, aunque de las elecciones de octubre surja un gobierno con un claro mandato electoral, será difícil que sea creíble en el plano macroeconómico sin: a) una reforma monetaria dura, b) una recapitalización del BCRA y c) un programa de ajuste fiscal y reformas estructurales. Las dos hiperinflaciones de 1989 demostraron que la estabilidad de precios requiere no sólo una reforma monetaria que ancle el valor de la moneda sino también la eliminación del déficit cuasi-fiscal y una trayectoria al equilibrio fiscal. Además, la Convertibilidad demostró que la estabilidad de precios es condición necesaria para poder avanzar exitosamente con un programa de reformas estructurales.
¿Qué opciones tiene el próximo gobierno? Por obvias razones un esquema de convertibilidad ya no sería creíble. Cualquier otro esquema monetario en el que el peso coexista con el dólar bajo libre flotación y sobreviva el BCRA no sólo será poco creíble, sino además, inestable y fácil de revertir. En las actuales circunstancias, el único dispositivo de compromiso efectivo es una dolarización oficial. No llegaremos a ella por debate sino por necesidad.
Si el gobierno si hiciera cargo de todos los pasivos bancarios estaría de facto nacionalizando la banca como lo hizo Perón en 1946.
Gran parte de lo que se computaba como reservas eran títulos públicos en dólares.