Dominancia Fiscal y Dolarización: Más Realismo y Menos Pizarrón
Escuchamos a veces que no es conveniente dolarizar debido a que el sistema político argentino es incapaz de operar dentro de la restricción presupuestaria. Consecuentemente, sobreviviría el problema de fondo de la economía argentina: un gasto público excesivo. Supuestamente, el poder político (tanto nacional como provincial) evitaría el cepo monetario que impone la dolarización emitiendo cuasi-monedas.
Según esta interpretación, dolarizar simplemente “transferiría” el problema fiscal que resuelve la emisión monetaria desde el BCRA a otra entidad gubernamental, pero no lo resolvería. Dada la magnitud del desequilibrio fiscal, la cura propuesta (dolarización) supuestamente sería peor que la enfermedad (emisionismo bajo dominancia fiscal).
Algunos de quienes siguen esta línea de razonamiento sugieren que el camino correcto es la independencia del banco central y un programa de ajuste fiscal. Suponen además que las bien intencionadas autoridades del banco central podrían aplicar reglas óptimas de intervención para amortiguar shocks externos. La solución a los desequilibrios monetarios, por lo tanto, consiste en cambiar el comportamiento de los agentes políticos, no en cambiar al peso por el dólar. Es decir, Nirvana.
De esta línea de argumentación se desprenden tres proposiciones:
PROPOSICIÓN 1: Con dominancia fiscal una dolarización fracasaría.
PROPOSICIÓN 2: La estrategia anti-inflacionaria “correcta” es la independencia del banco central y hacer un ajuste fiscal.
PROPOSICIÓN 3: Si se implementa la estrategia “correcta”, el banco central podrá amortiguar el impacto de shocks externos siguiendo reglas de intervención óptimas.
Es posible evaluar la validez teórica y empírica de estas proposiciones y su consistencia lógica.
Es importante definir correctamente que significa “éxito” y “fracaso” cuando analizamos la dolarización como alternativa a otras propuestas.
El fracaso de una dolarización no puede definirse como la imposibilidad teórica de superar la gestión óptima de un banco central independiente. Insistimos que no se puede caer en la falacia de Nirvana, tan común en este debate.
El éxito de una dolarización se define simplemente como la eliminación de la inflación sin sacrificar crecimiento ni empleo. Así fue en Ecuador.
En la Argentina es difícil imaginar que el costo que pueda tener una dolarización oficial en términos de pérdida de flexibilidad e ingresos por señoreaje sea superior al que desde hace décadas impone una política económica discrecional.
Una dolarización oficial implica un cambio fundamental del régimen monetario, no un régimen de tipo de cambio fijo más duro.
La distinción no es semántica, dado que evaluar los efectos de una dolarización como si fuese un régimen de tipo de cambio fijo implica ignorar la crítica de Lucas. Un cambio de régimen altera el comportamiento de los agentes económicos (políticos incluidos), por lo que no se puede asumir que la dinámica de la economía es similar a la de un régimen de tipo de cambio fijo. Es decir, cambian los parámetros del modelo.
La Proposición 2 es empíricamente inválida.
En la Argentina el ajuste fiscal casi nunca se puede completar porque es recesivo y se suspende debido a las presiones políticas. La única excepción fue durante los primeros años de la Convertibilidad y en 2002. En el primer caso fue gracias a la estabilidad de precios con expansión económica. En el segundo, a que gobernaba el peronismo. Una dolarización maximiza la posibilidad de llevar adelante un ajuste fiscal expansivo y completar las reformas estructurales que necesita la economía para crecer.
En la Argentina la eliminación de la inflación es la única política pública que consistentemente consigue una mayoría de votos, independientemente de la ideología.
Esta proposición fue demostrada por el Plan Austral (durante algunos meses) y la Convertibilidad (durante una década). En Ecuador, por dos décadas.
Es un peligroso voluntarismo creer que el sistema político va a estar dispuesto a avanzar con un ajuste fiscal que socava sus propios intereses sin un factor disciplinanente externo.
Si la Proposición 1 fuera verdadera, la Proposición 2 sería necesariamente falsa (y la Proposición 3 inasequible).
Si la proverbial incontinencia fiscal de los políticos argentinos haría fracasar una dolarización, con más razón hará imposible la independencia del banco central.
Es inconsistente asumir que (a) una dolarización no elimina el fuerte desequilibrio fiscal, y, al mismo tiempo, (b) que bajo voluntad o una reforma más débil (o fácil de revertir) si se podría. Por otro lado, si “compramos” el argumento de que la dominancia fiscal es imposible de corregir, debemos resignarnos a seguir teniendo una de las tasas de inflación más altas del mundo.
La Proposición 3 sale de la economía y entra en el terreno del realismo mágico.
En la Argentina y muchos otros países la política monetaria (cambiaria) tiene dos objetivos no necesariamente consistentes:
estabilización (tasa de interés o tipo de cambio),
recaudación fiscal, ya que la emisión de dinero es un mecanismo de financiamiento del déficit .
El problema es que, con dominancia fiscal, el primero de estos objetivos siempre quedará subordinado al segundo y la política de estabilización termina siendo desestabilizante. Así lo demuestra nuestra historia económica.
La dolarización resuelve drásticamente este problema, ya que logra la independencia del banco central de manera irreversible al eliminarlo.
La dolarización elimina de cuajo el mecanismo más distorsivo que tiene el poder político para financiar el déficit fiscal: el impuesto inflacionario.
Es un mecanismo de financiamiento fiscal altamente distorsivo porque es volátil, no legislado, regresivo e introduce “ruido” en la información que transmiten los precios, por lo tanto, contribuye a una asignación ineficiente de los recursos de la economía. Esta razón por si sola es suficiente para apoyar una dolarización.
Por más que persista la dominancia fiscal, una dolarización obligará al poder político a explicitar como va a financiar sus déficits fiscales y deberá pagar el costo de su decisión.
Con una dolarización al gobierno sólo le quedarían dos mecanismos de financiamiento: los impuestos y la deuda. Ambos requieren la aprobación del Congreso. Y aunque los primeros puedan ser agobiantes y distorsivos, su nocividad es menor a la del impuesto inflacionario. Además, la realidad económica y política impone un límite a la presión impositiva.
En cuanto a la deuda, tiene una diferencia esencial con el papel moneda: paga una tasa de interés que refleja el riesgo de default. Es decir, que quien la adquiere es compensado por asumir riesgo argentino.
No es el caso con la emisión de papel moneda impuesto compulsivamente (curso forzoso) que importa una confiscación velada en términos reales, especialmente para los sectores de menores ingresos.
Es cierto, la dolarización sacrifica flexibilidad a cambio de credibilidad. ¿Pero cuánto vale la flexibilidad?
Las economías de Ecuador, El Salvador, o Panamá se han visto menos afectadas en términos reales ante shocks externos que economías no dolarizadas inestables como la de la Argentina. Con una dolarización, nos quedaríamos sin la devaluación para amortiguar shocks asimétricos, pero podríamos usar la política arancelaria. El beneficio de estabilidad monetaria creíble a largo plazo es mayor que renunciar a una ineficiente política monetaria/cambiaria.
Finalmente, si debido a la dominancia fiscal, bajo una dolarización el Estado nacional o alguno provincial decidiera emitir una cuasi moneda en dólares, eso va a implicar de hecho una reducción automática del gasto público, ya que el valor nominal de esos títulos nunca será igual al de un dólar emitido por la Reserva Federal (y los funcionarios nacionales y provinciales no podrán falsificar dólares). Las experiencias de Ecuador y El Salvador demuestran lo difícil que es emitir cuasi monedas bajo una dolarización.1 Los perjudicados de esta licuación del gasto público serán quienes reciban esa cuasi moneda (proveedores, jubilados o empleados públicos). Quien emita la cuasi moneda deberá pagar un costo político considerable.
En resumen, quienes descartan una dolarización debido a la dominancia fiscal y proponen alternativas políticas cuya implementación exitosa depende de que podamos convencer a los políticos de que deben portarse “bien”, tienen más pizarrón (voluntarismo) que realismo (public choice). Sin un factor disciplinante que cambie los incentivos, el comportamiento de los políticos no va a cambiar. Y por ende tampoco la desaparecerá la dominancia fiscal.